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La campaña presidencia argentina fue violenta. El triunfo de una propuesta de extrema derecha fue, en buena parte, resultado de un cansancio generalizado con el status quo. Foto: David Santos.

Argentina: resistencia en un país que lucha por su alma

En Argentina, la incertidumbre cotidiana se ha exacerbado con la elección como presidente del ultraderechista Javier Milei. El país, atravesado por una de las dictaduras más sangrientas del siglo XX, ha tomado una compleja decisión alimentada por el hartazgo.

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  1. Bienvenidos

A la entrada del viejo edificio de la dependencia de Migraciones, en la zona este de Buenos Aires, está escrita una frase que recibe a los que inician cualquier trámite burocrático para legalizar su estatus en Argentina: “a todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”. La sucesión de palabras está arrancada de las páginas de la constitución nacional de 1853 y su propósito -entonces y ahora- es definir quiénes son sujetos de libertad en este país. Es claro. Sujetos de derechos y de la preciada libertad somos todos. Los que están y los que llegan y los que vienen. Argentina, desde la primera piedra que la edificó como nación, es una tierra de inmigrantes.

Los discursos muchas veces riñen con la realidad. Este no es el caso. Al menos no lo era hasta hace un lustro. Pero mucho ha cambiado y en muy poco tiempo. Hace siete años, cuando desde Colombia llegué a este país, sentí en el momento mismo de hablar con el oficial migratorio que revisaba mi pasaporte, la naturalidad del trato con el extranjero. Se siente también en el diálogo del vendedor de verduras o el peluquero o el conductor del bus o el mesero de un café. Hijo de boliviano uno, de italiano el otro, de español este y de venezolano aquel. Sos colombiano, ¿no?, preguntan mientras afirman, seguros y orgullosos de su capacidad de cazar el acento en el aire. La tonada, dicen acá. ¿De Medellín? Mirá vos, lo supuse. Decís vos como lo decimos acá. Y por ahí se va una conversación rutinaria que se repite como habitante de la que puede ser la urbe más abierta de este sur latinoamericano. Para un colombiano, que anda tembloroso por todas las fronteras con la cruz de la estigmatización, el aire argentino resultaba más ligero. Nadie repara en tu origen más allá de la anécdota y, pasada la novedad, puedes ser uno más. Casi siempre.

Foto: David Santos.
Murales para la memoria y la no repetición de la violencia estatal se ven en todos los barrios de Buenos Aires. Aquí uno que recuerda a los desaparecidos. Foto: David Santos.
  1. Hablan las paredes

Pero algo se transformó. El declive sistemático de la economía argentina convirtió al ambiente social en un aire de plomo. Difícil de respirar. Cuando aterricé en el aeropuerto de Ezeiza el 17 de febrero de 2017 tenía la idea general de que, a pesar de la distancia, estaba en las fronteras unidas de Latinoamérica. Llegaba, además, a la capital latinoamericana de los movimientos sociales. A la urbe rebelde cuya histórica voz le ha permitido levantar al puño contra las dolorosas injusticias de las dictaduras y al mismo tiempo abrir la mano para recibir al foráneo. Lo dice la gente y lo repiten las calles. Las paredes hablan. Recorrer cualquier barrio de Buenos Aires se transforma en una conversación continua con el dolor pasado y la inconformidad de la injusticia presente. Placas, grafitis, afiches que empapelan cada fachada, recuerdan las peleas sociales. Los andenes tienen implantados con fuerza placas en los lugares donde fueron secuestrados por la última dictadura (1976-1983) líderes populares que nunca más serían encontrados. Los desaparecidos. El migrante, que vive en dos realidades paralelas, con el cuerpo aquí, pero la mente allá, no deja de hacer comparaciones. ¿Cómo sería Colombia con la transposición de un alma argentina? ¿De qué forma se narraría nuestra larga violencia si tuviéramos memoria para la no repetición? ¿Cuáles serían los cánticos de nuestras marchas contra la enorme desigualdad? Y así como lo hace un colombiano, lo repiten en sus cabezas los paraguayos que entran por el norte, los venezolanos que atraviesa el continente entero para buscar un nuevo hogar o los rusos a los que ha desplazado la guerra reciente y recalan en este puerto.

La inflación es quizá el tema más presente en la cotidianidad argentina. Los salarios no alcanzan para lo básico con un incremento de precios que ya alcanza el 140 por ciento interanual. Foto: David Santos.
Foto: David Santos
Las pintadas de las paredes, a favor y en contra de los dirigentes más populares, son muy frecuentes en una sociedad altamente politizada. Foto: David Santos.
  1. Crece la ira

Después del choque social y cultural que se vive como espectador, el migrante pasa a ser protagonista. En esa doble función, de observador y actor, los migrantes empezamos a sentir que la ciudad hierve. El verdulero amable ahora reniega sin pausa, el peluquero se queja de la falta de clientes y el conductor de bus no te regresa el saludo. Tras una crisis económica sostenida, una pandemia que arrasó lo poco en pie, una guerra extranjera y una sequía histórica -que noqueó al agro y a su exportaciones-, el argentino dice que no aguanta más. Vuelven los movimientos sociales a salir a las calles. Agitan sus banderas y hacen sonar sus tambores en el histórico Obelisco. Al mismo tiempo, buena parte de las protestas tienen un tono de cansancio generalizado y de búsqueda de cambio radical. Los receptores mayoritarios de la inconformidad son los gobiernos recientes. Principalmente aquellos de centro izquierda. El peronismo kirchnerista, en su momento punta de lanza de la recuperación del discurso social en la política y de derechos humanos, está en la mira. Ahora lo logrado parece insuficiente. Se les acusa de estar desvinculados con la realidad de los más pobres. De corruptos. De indolentes. Se vuelve a escuchar la famosa frase: “que se vayan todos”. Qué se vaya “la casta”.

El migrante, con los ojos bien abiertos, trata de entender un poco el bombardeo de información diaria -a veces contradictoria- para, después de un tiempo, aceptar que la incertidumbre es la cotidianidad. Y ahora, con la elección como presidente del ultraderechista Javier Milei, mucho más. Cada mañana, en la pantalla ruidosa de alguno de la decena de canales de noticias, se anuncia el precio del dólar y el nombre de las calles que estarán cortadas por las protestas. Es el puntapié a cada jornada. Se aprende muy rápido en este país de la rebeldía que mientras vivamos aquí nos moveremos siempre dentro de dos ejes: la economía y la política. Hoy ambos asuntos están resquebrajados y cerca del punto de fractura. “El salario no es ganancia”, reza un cartel en una pared de un edificio corroído cerca a la Casa Rosada. Invita a la movilización con hora y lugar. El trabajador es una tortuga que no alcanza a la liebre de una inflación superior al 140 por ciento interanual.

Foto: David Santos
Las actuaciones del nuevo presidente de Argentina, Javier Milei, son interpretadas con temor por buena parte de la población. Foto: David Santos.
  1. El alma ha migrado

El precio de un kilo de tomate aumentó más de cinco veces en el último mes. Y así la leche y los huevos y aún más la carne. Sin referencia de precios, sin salarios acordes, la angustia cotidiana que habita Argentina ya explotó y tiene dos voces enfrentadas. Por un lado, la resistencia civil no deja de gritar su inconformismo, de otro, crece como espuma el discurso retardatario de ultraderecha que ve en el otro la razón de su desgracia. Colectividad frente a individualismo. Por ahora, y en un sorprendente giro narrativo, la derecha tomó la delantera y se ganó el favor de la mayoría en las urnas.

Un colombiano, acostumbrado a su historia nacional conservadora y de derecha, asombrado por el reconocimiento que tiene el progresismo y la izquierda en Argentina, no puede más que abrir la boca con fuerza cuando escucha reivindicaciones al militarismo de los políticos elegidos para dirigir el país. La pregunta ya no es cómo sería Colombia con el alma argentina, si no, paradójicamente, de qué forma Argentina tomó el alma de Colombia. El país, atravesado por las dictaduras más sangrientas del siglo pasado, tiene hoy en el senado y en la Casa Rosada líderes que cuestionan la democracia y enarbolan las banderas de la desaparición del Estado y el fin de la asistencia social. “¡Ministerio de Salud, fuera!, ¡Ministerio de Trabajo, fuera! ¡Ministerio de Educación, fuera!”, grita enardecido Javier Milei, el nuevo presidente argentino elegido con más del 56 por ciento de los votos nacionales. Promete, en total, acabar con 11 ministerios y con las empresas públicas, pero aumentar el presupuesto de la cartera de Defensa. Propone acabar con la obra pública financiada por el Estado, de la que dice no genera trabajo, e insiste en privatizar “todo aquello que pueda ser privatizado”, disminuir a lo mínimo la inversión en los órganos de ciencia y tecnología, fulminar las asistencias sociales, restar los aportes a la educación y a la salud. Convertir toda relación social en una relación de mercado. Una mayoría ciudadana cansada concuerda con él. Le aplaude. Se ilusiona.

En esa ira colectiva, resistida por una contraparte rebelde y que defiende lo ganado por décadas, el migrante está atrapado. Es objeto de disputa y de ataques. Se cuestiona por parte de la derecha la generosidad del país con aquellos que no han nacido acá y se les acusa de todos los males. De la violencia en los barrios, del incremento del narcotráfico, de la pauperización del empleo, de los problemas en la educación superior. Estigmatización pura sin sustento real. “Las universidades están vacías de alumnos, tenemos casi la mitad de la matrícula de alumnos extranjeros que vienen y toman las posibilidades que la Argentina da”, dijo Patricia Bullrich, quien fuera candidata a presidenta y luego se unió a Milei para formar gobierno. Una falsedad dicha para herir. Una mentira construida desde el racismo que contrasta con las cifras: en realidad sólo un 4,4 por ciento de los estudiantes universitarios son extranjeros. Me equivoqué, reconoció. Pero la farsa quedó inserta como verdad en la discusión cotidiana. Son ellos los que ahora gobiernan.

  1. Resistencia

En Argentina se les llama piquetes a las manifestaciones y al corte de calles. A la protesta social que reivindica o defiende derechos obtenidos o exige por aquellos que creen necesarios. Son una postal clásica de las calles céntricas. En el 2022, según cifras de la consultora Diagnóstico Político, se presentaron cerca de 10 mil piquetes, casi mil por mes, solo en Buenos Aires. Banderas al aire y acampes en el asfalto que se convirtieron al mismo tiempo en una voz defendida por los movimientos sociales y criticada por buena parte de la población. Es el derecho a la defensa, aseguran los primeros o el trastorno de la vida cotidiana, según los otros. Es el rugido contundente de las calles y ninguna ciudad grita como esta.

Los argentinos explican a los que han llegado hace poco que la experiencia nacional es el eterno retorno. Un regreso cíclico a las crisis de siempre. Cada tanto, cinco o diez años, lo que estaba bien pasa a mal y lo que estaba mal pasa a ser peor. Después la marea baja y se saca la cabeza y se respira. La esperanza se construye con la lucha. Hay que agarrarse fuerte. Apretarse el sombrero a la cabeza porque el viento sopla con fuerza.

Y eso hay que hacer ahora porque todos predicen una tormenta. Los de derecha y los de izquierda, los nativos y los migrantes, los veteranos o los adolescentes afirman que el país está por entrar en una turbulencia aún más violenta y las fuerzas políticas que se oponen chocarán con fuerza. El triunfo de Javier Milei y sus anuncios de un apretón de cinturón estatal como no se ha visto en este país tendrá consecuencias radicales y, muy posiblemente, degenerarán en violencia.

En la ciudad más rebelde de Latinoamérica nadie se sentará a ver de qué forma este cataclismo los apabulla o cómo los poderosos les limitan los derechos. Ya veremos, cuando Milei empiece a apretar las tuercas, las calles llenas de banderas y de tambores y de trompetas. De carteles que exijan no retroceder. Aquí no se permite la indiferencia. No existirá un segundo de pasividad. Será como “remar en dulce de leche”, asegura un taxista.

Foto: David Santos
Las paredes de la ciudad son el espacio del inconformismo. La capital argentina se caracteriza por la fuerza de sus reclamos y exigencias sociales. Foto: David Santos.

Es la ciudad de la furia, dicen orgullosos, y esa furia arrasará con todo, como un huracán, una vez surque las calles y agite sus inconformidades. Como en el catastrófico 2001 cuando el país colapsó tras una prolongada recesión y los bancos cerraron con el dinero de todos adentro y fueron incendiadas las calles por el desespero y el presidente se vio obligado a salir de la Casa Rosada huyendo en helicóptero. 

A veces la lucha parece ser por la supervivencia misma. Cuando el abismo se asoma se cae en él o se salva la vida en el borde del precipicio para salir y empezar de nuevo. Se aprende a los golpes que así es la nación argentina. Por eso todo aquel que acepte la propuesta de la constitución, de habitar este suelo para respirar de aquí su libertad generosa, tendrá que acostumbrarse a la montaña rusa de las crisis argentinas que siempre suben con fuerza para luego caer en el vacío. En estos momentos estamos justo en el segundo que antecede al inicio del descenso. Agárrense de sus asientos.

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