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Especies invasoras

Las preocupaciones alrededor de la migración de animales, plantas, hongos, virus o bacterias han discurrido por sendas de control colonial paralelas a las construidas alrededor del tránsito de las personas del sur hacia el noroccidente. Poco tienen que ver con el cuidado de las poblaciones endémicas de un territorio y mucho con el control de los intereses económicos de determinados grupos de poder.

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Migran para buscar nichos más adecuados para su reproducción, por la degradación de sus ecosistemas, por el cambio climático, por despojo territorial, violencia o por intervención humana directa al trasladarles a otros entornos como mercancías. 

Cuando se habla de especies invasoras o exóticas, se alude a aquellas que se desarrollan fuera de las áreas de distribución “natural” y que por su abundancia representan una amenaza a la diversidad de los ecosistemas. Seguramente pensamos en distintos casos en los lugares donde vivimos, pero, ¿podemos simplemente asumir que lo “nativo” es bueno y lo exótico es malo?1 La idea de que una especie es “natural” de un ecosistema específico ignora procesos de migración previos –podemos asociar esta presunción al imaginario fronterizo de los Estados-nación. Por otro lado, el hecho de que una especie resulte nociva en un ecosistema suele relacionarse con que éste se encuentra degradado por la intervención previa —generalmente humana—, o que carece de la diversidad y complejidad necesarias para soportarlo, como sucede con ecosistemas insulares. Siempre depende de cada contexto y de las relaciones sistémicas de estos espacios. No existe un estado primigenio o “natural” de los ecosistemas, pues éstos cambian constantemente. Del mismo modo, no existe una naturaleza prístina que se desarrolle libre de la intervención humana. La intervención humana forma parte importante de la cadena alimenticia de los ecosistemas en la Tierra. 

No obstante, para salir del simplismo que separa entre bueno y malo, y escapar también a la relativización del problema o su mera negación, habría que preguntarnos de qué tipo de intervención estamos hablando y qué tipo de naturaleza produce. Si se trata, como sugerimos antes, de una intervención regida por los intereses de acumulación del capital transnacional, hablamos de una que implica un recorte material y simbólico, una forma de organizar las relaciones entre humanos y la trama de la vida en el planeta.2 El capitalismo, como han planteado Jason Moore y Raj Patel, existe sólo a través de las fronteras. Las fronteras son indispensables para expandir los procesos de acumulación mediante la transformación de las relaciones socioecológicas y así producir mercancías y servicios.

Las fronteras son los sitios en donde se ejerce el poder, donde estados y corporaciones usan la violencia, la cultura y el conocimiento para movilizar la naturaleza a bajo costo. Es el abaratamiento de las materias primas y la fuerza de trabajo lo que hace a las fronteras tan importantes para la expansión mercantil del capital, su única posibilidad de subsistencia.3 El capitalismo es extractivo por definición.

Una crisis de desplazamiento e inmovilidad forzados

La migración forzada de personas ha incrementado de manera significativa a lo largo de las últimas dos décadas a causa de la deforestación, el cambio climático, la ampliación de la frontera extractiva y los efectos de regímenes autoritarios. En Latinoamérica y el Caribe, esto ha provocado el desplazamiento de cientos de miles de personas que recorren gran parte del continente rumbo al norte. Lo que desde las narrativas del noroccidente se enuncia como una crisis fronteriza es, como ha planteado Harsha Walia, una crisis de desplazamiento e inmovilidad que impide el derecho a permanecer como el derecho a migrar.4 El control fronterizo se aplica de manera selectiva: las mercancías transitan libremente legal o ilegalmente, mientras las personas, animales o plantas que no están sometidas a su cosificación mercantil, no. Así, por ejemplo, el tránsito de armamento desde los EEUU hacia los países del sur del continente fluye sin problemas igual que otras mercancías o las materias primas extraídas. No obstante, las personas forzadas al desplazamiento se ven sometidas a una violencia equiparable o peor a aquella de la cual tratan de escapar.

Es la misma mirada instrumental la que define lo que es una especie invasora o un inmigrante ilegal. La relación de explotación implícita en esta construcción relaciona ambos enfoques íntimamente en tanto son agentes fundamentales para producir simbólica y materialmente los límites fronterizos y capitalizarlos mediante el abaratamiento y la exteriorización de las ganancias y los daños.

Al menos desde el siglo XVI, la mirada instrumental europea ha producido una noción de la conservación ambiental que busca principalmente asegurar reservas energéticas, territoriales y de recursos minerales para su posterior explotación. Esta mirada marcada por la división binaria entre naturaleza y cultura, alega que las personas son inherentemente nocivas para la naturaleza y hay que apartarlas de ella. Esto ha sido particularmente utilizado como argumento para desplazar a pueblos de sus territorios ancestrales so pretexto de su conservación. Así, por ejemplo, los programas de Parques Nacionales creados en los EEUU con la fundación del Yellowstone National Park sobre territorio tradicional Shoshone y Bannock en 1872; los más de 6000 habitantes Batwa de la cuenca del Congo desplazados durante la dictadura de Mobutu; el enclave neocolonial de la familia Benetton en la Patagonia argentina sobre 900 000 hectáreas que históricamente pertenecieron al pueblo mapuche, que los reclama como propios, o un sinnúmero de megaproyectos de infraestructura que modifican los territorios y sus formas de vida en el Sur Global para beneficio de agentes externos y expulsa a los pueblos de sus espacios y relaciones vitales.  

Las nociones de propiedad privada y frontera territorial producen formas particulares de naturaleza al sobreexplotar ecosistemas, confinar y coartar el tránsito o la permanencia para personas y otras especies. Otra articulación de este enfoque es la agroindustria, que ha desarrollado gran cantidad de agentes químicos para controlar la vegetación arvense o “malezas”.5 La relación entre pesticidas y organismos genéticamente modificados (OGM) busca dejar sólamente una especie en el terreno: aquella que resulta más rentable, eliminando toda la vida del suelo.

En el marco de la crisis migratoria acelerada por el cambio climático y la ampliación de la frontera extractiva, la fragmentación del conflicto territorial parece adquirir otros sentidos. A principios del siglo XX, un hongo aparentemente foráneo se diseminó en los bosques norteamericanos alojandose en árboles endémicos de castañas (Castanea dentata), abundantes en la costa Este de ese país y de suma importancia económica por sus frutos y madera. El hongo minó la producción de castañas silvestres desde entonces, sin embargo actualmente el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos (USDA) tiene un proyecto para liberar en los bosques árboles de castañas genéticamente modificados resistentes al hongo. Más allá de la polémica sobre la limitada investigación acerca de los efectos a largo plazo en la modificación genética de variedades arbóreas y las consecuencias de liberarlos en los bosques, se hace presente el fantasma de los derechos de explotación de patentes que ha regido el control de compañías como Bayer-Monsanto sobre el maíz, la soya o el trigo modificados genéticamente y que les ha llevado a demandar a campesinos cuyos cultivos fueron polinizados por OGM. Si las fronteras en campos de cultivo parecen más claras, la dispersión de OGM en entornos silvestres amenaza con extender una frontera colonial en potencia. Esta amenaza se suma a las ya violentas prácticas de aseguramiento territorial y de patentes que las farmacéuticas en contubernio con el Estado han ejercido por años sobre lo humano y lo no humano con fines económicos y que continúa en expansión.

Pero entonces, si lo que hace invasiva a una especie son las condiciones de degradación del ecosistema al cual migra, ¿no están las corporaciones, en primer lugar, generando espacios degradados que facilitan que una especie se convierta en invasora? y, en segundo lugar, ¿no son estas especies genéticamente modificadas y quienes las producen y aseguran sus derechos de propiedad intelectual, a quienes deberíamos leer como invasoras? Aquellas que sacan provecho de ecosistemas que previamente sus propias prácticas han degradado.

Walia señala que las narrativas hegemónicas de la “crisis migratoria global” representan a las personas migrantes como amenazas sin aludir siquiera a la crisis de despojo, privación y desplazamiento forzosos.6 La fragmentación de los procesos de ampliación de la frontera extractiva a través de la liberación de OGM en entornos silvestres, aunado a la aceleración de los procesos de despojo que las “energías limpias” han echado a andar, acentúan el violento estado limítrofe de no poder permanecer y tampoco poder migrar en entornos degradados para beneficio de los intereses corporativos.

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