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Carolina Campuzano.

Manifiesto por el cielo azul

¿Cómo escribir un manifiesto sobre algo que apenas podemos ver hoy en día en medio de tantas partículas suspendidas?

Septiembre. Salgo al balcón y miro al cielo. No está despejado, pero tampoco hay nubes que anuncien la lluvia. Mis ojos comienzan a arder y la nariz a congestionarse, no se trata de alguna alergia al polen de las plantas que hay afuera. Las observo, su verde no está tan vivo, los colores lucen opacos y no por la acción del sol. Paso un dedo por encima de las hojas, sale hollín. Hay que limpiarlas pronto. 

Recojo el periódico, la portada muestra la foto del Coltejer, uno de los edificios más icónicos de Medellín (por ser el más alto y donde se jalonó la industria textilera a principios del siglo XX), y que está ubicado en el centro de la ciudad. Se ve poco, casi nada; una neblina lo envuelve, casi que lo desaparece. El mismo panorama de marzo, de abril, de ahora. 

Describo los síntomas, leo la situación, pero nada me sorprende, la noticia no es nueva. Siento como si viviera en un loop: en materia de calidad del aire, Medellín y algunas otras ciudades de Colombia han presentado niveles preocupantes de contaminación. La capital ha vivido momentos críticos en los niveles de PM 2.5 (materia particulada) en el aire, e incluso se han declarado, casi que anualmente, una emergencia ambiental en estos meses. A nivel mundial, las cosas no son muy distintas. Pienso en Bangladesh, Chad, Pakistán, Tayikistán y la India, los cinco países más contaminados, según cifras del 2021.1

Salgo a la calle. Veo que algunos ciclistas, de los pocos que usan este medio de transporte en la ciudad, usan mascarillas, y no las N95 para protegerse del Covid-19, sino las que tienen filtro 3M. Miedo a que el paisaje se transforme en una película de terror, en el paisaje desolador de Chernobyl. ¿Cómo es que el aire que nos mantiene vivos también puede matarnos? 

Tomo el bus, sigo leyendo el periódico. En 2019 la Asamblea General de las Naciones Unidas designó un día internacional por el aire limpio y el cielo azul. Esta conmemoración, que se da cada 7 de septiembre, tiene como objetivo: “priorizar la necesidad de un aire saludable y los vínculos de la contaminación atmosférica con otros temas críticos como el cambio climático, la salud humana y planetaria”. Miro los carros por delante y por detrás. ¡Y las motos! Tantas. El conductor está escuchando una emisora, como es temprano, el locutor va diciendo las noticias: el presidente de Colombia remarca su idea de una transición energética. La gente a mi alrededor abre los ojos, incrédula, reticente. 

Después de dos horas de viaje con las ventanillas cerradas porque la Organización Mundial de la Salud ha dicho que prácticamente todo el aire que respiramos está contaminado y que, además, está matando a unos siete millones de personas cada año, llego a mi pueblo. A la ciudad me fui en busca de oportunidades, pero al campo regreso porque allí siento cómo los pulmones se llenan de azul clarito –, como dice la canción de Calle 13. Lo necesito. 

Miro las nubes y empiezo a hacer formas. Todavía están blancas. Pienso en hacer un manifiesto por el cielo azul, pero no sé por dónde empezar. Solo sé que quiero tener un cianómetro para medir las tonalidades del firmamento y que, cada vez, el color sea más intenso, para respirarlo con fuerza, como si de esa coloración dependiera la vida misma. No quiero volver a la ciudad.

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