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Paisajes de suficiencia

Más allá de las monoculturas que el imaginario industrial ha maquillado como las formas tradicionales de la agricultura, existen modos de producción espacial practicados desde hace siglos en bosques, humedales y llanos que se niegan a asumir la erosión del expolio y reproducen la vida junto con otres terrestres.

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Mi bolsa para terraformar está llena de semillas de acacia1

La terraformación es un concepto propuesto a inicios de la década de 1960 por Carl Sagan. Significa hipotéticamente dar forma a un planeta, luna u otro cuerpo para proporcionarle características semejantes a la Tierra y hacerlo habitable para vida similar a la terrestre. Esto implica modificar deliberadamente su atmósfera, componentes volátiles, temperatura, topografía superficial y ecología.2 Este recurso habitual en la ciencia ficción y en las fantasías coloniales de oligarcas tecnológicos es cada vez más un proceso necesario en la Tierra para poder asegurar las condiciones de subsistencia de muchas especies que la habitan.3 La geoingeniería no es una quimera. La alteración a gran escala de parámetros globales de la tierra como los gases de efecto invernadero o la composición atmosférica ocurren de manera pronunciada desde la gran aceleración de la posguerra a fuerza de combustibles fósiles, deforestación y cambios en la composición química de los océanos. 

Para el imaginario noroccidental, existe una oposición fundamental entre las ciudades como espacio de lo social y “la naturaleza”. Nuestra perspectiva del diseño está basada en la tabula rasa, en la hoja en blanco, en el desmonte del terreno para entonces crear.4 El pensamiento noroccidental le atribuye a esa naturaleza un carácter primitivo, previo a un proceso necesario de desarrollo, de domesticación y diseño. La idea de una naturaleza construida en conjunto con otres pareciera imposible bajo el imaginario de la destrucción creativa del capitalismo, que requiere del lienzo en blanco. Gran parte de lo que llamamos diseño, está basado en la toma y uso intensivo de “recursos naturales”.  

Los modos de producción cultural del noroccidente son extractivos: están basados en la explotación de recursos y personas, en la invisibilización de esas mismas formas de explotación y en la ampliación permanente de sus fronteras. Desarticular las relaciones materiales y simbólicas desiguales que impone la aceleración y caminar hacia formas de reproducción de la vida por encima de la acumulación de capitales parece imposible económicamente, pero también en un sentido estético. Y es en la estética en donde parece importante detenernos un poco, ya que es la matriz estética, en primer lugar, la que permite instituir y reproducir las lógicas de explotación de los regímenes escópicos de la modernidad. 

Nuestra experiencia sensorial del mundo, es decir, nuestra sensibilidad como productora de valoraciones y deseos alrededor del azúcar, el combustible y los automóviles, las películas de Disney, las experiencias vacacionales o la cerveza industrial –por poner algunos ejemplos cotidianos–, reproducen relaciones socioterritoriales violentas que no alcanzamos a ver –o no queremos ver–, porque siempre están allá, en otro sitio. Transformar nuestras políticas, formas organizativas y deseos implica hacer visible que cambiar de teléfono celular o computadora con cierta frecuencia está vinculado directamente con el sostenimiento de la minería ilegal de oro en la Amazonía, así como con la extracción de coltán en el Congo –ambas provocan el desplazamiento de personas, contaminación de cuerpos de agua y muerte de población vulnerable–, o que detrás de una taza de café de cápsula no sólo hay toneladas de basura innecesaria, sino violencia económica ejercida sobre cafeticultores obligados por las propias políticas estatales a bajar el precio de su trabajo y adquirir paquetes tecnológicos. 

La disponibilidad de mercancías viene de la mano de la disponibilidad de mano de obra barata, energía barata, de alimentos y naturaleza barata, así como de cuidados baratos,5 robados, la mayoría de las veces. La invisibilización de las cadenas de violencia que hacen disponibles una infinidad de mercancías deseables permite paralelamente la producción de cierta imagen del mundo, de ciertas formas de ser y estar en el mundo cuya sombra es la violencia y el despojo. En ese sentido, la materialización de estos objetos a través del diseño, tiene un carácter político-ontológico,6 pues nos producen subjetivamente y, a su vez, producen espacialmente el mundo en el que vivimos. Producimos paisajes y ecologías. Nuestros entornos urbanos son esas ecologías,7 la naturaleza coproducida con los dispositivos técnicos del aparato industrial y sus relaciones de poder. La explotación energética, la intensificación de los ritmos de producción y la comprensión productivista del universo,8 están imbricados estéticamente en esta relación producción-consumo del territorio

Sin embargo, las monoculturas que imaginan nuestras sociedades de consumo no son la única forma de producción espacial. Si nos negamos a asumir desesperanzadas que este es el año más fresco de los que nos quedan por vivir, el menos desigual y el menos violento; imaginar con urgencia otros paisajes posibles y las relaciones que los producen tal vez no es una mala idea.

La violencia del capitalismo nos distrae permanentemente de poner atención a formas que se imbrican en sus márgenes y entre sus grietas; proyectos del común que trazan relaciones interespecíficas a partir de la lectura del paisaje, de sus flujos, ritmos y escalas para potenciar distintas capacidades de reproducción vital y suficiencia. En los últimos años desde lugares muy diversos se ha comenzado a insistir en mirar hacia distintas formas de reproducción ecológica que imbrican los espacios vitales de la cotidianidad con la producción agrícola y la reproducción de la vida en muchos sentidos. Formas tan diversas como los sistemas de acuacultura, acadja en Benin, los conucos, sistemas agroforestales de la Amazonía venezolana, las chinampas de la cuenca de México o los tajos de la sierra de Xichú en México, por sugerir algunos casos, no son ejemplos históricos o antiguos, sino que constituyen formas de reproducción biocultural vivas y –en todo caso– las verdaderas formas de manejo tradicionales. 

Los tajos de la Sierra Gorda, en el estado de Guanajuato en México, son sistemas agroforestales organizados a lo largo del río Mezquital-Xichú, en una zona escarpada de la vertiente del Golfo de México en la Sierra Madre Oriental. La región semidesértica posee angostos valles y playones hacia los cuales se deriva agua mediante muros de piedra y canales desde el río. De esta manera, se acarrean sedimentos ricos en materia orgánica que nutren policultivos manejados en donde se pueden encontrar mezquites, guamuchiles, capulines, pitayos, álamos y otras especies endémicas que conviven con aguacate, mango, cítricos, nogales, higos, plátano, papaya, ciruelos y plantas asociadas al sistema milpa como maíz, frijol, calabazas o chiles. Se llegan a contabilizar hasta 72 especies perennes distintas aunadas a sus asociaciones con insectos, aves, reptiles o mamíferos.9 Los sedimentos acarreados por el río, consisten de materia orgánica proveniente de los bosques de pino-encino de las partes altas de la sierra, que al descomponerse en limo, nutren los cultivos y permiten prescindir de fertilizantes químicos. La diversidad de estos sistemas es otro elemento fundamental para la protección de plagas, prescindir de pesticidas y contribuir a la riqueza vital de los suelos. Los tajos son de suma importancia para la economía campesina de la región al llegar a cubrir más del 70% del sostén alimenticio de los agricultores de la zona. Estos sistemas permiten asegurar condiciones de soberanía alimentaria en una región de difícil acceso, con escasa disponibilidad de suelos cultivables y sometida a gran estrés hídrico.

Aunado a su importancia agroalimentaria y biodiversidad, los tajos o parcelas tienen una gran importancia cultural y simbólica. Cada uno de estos tramos de llanura aluvial transformada del río tienen nombres propios, relacionados con sus características particulares, eventos ocurridos en el sitio o vinculados a quienes los manejan. Así, por ejemplo, están los que describen el sitio en el que se emplazan, como “Boca del Arroyo del Aguaje” o cuyo sentido es más lírico como “El perfume”.10 

Nombrar los vínculos que producen los espacios vitales, sus historias y coordenadas bioculturales es una de las formas que muchas pensadoras como Emiliana Cruz o Val Plumwood proponen para abrir grietas narrativas en las tramas de la acumulación. Nombrar en función de los significados comunitarios en la propia lengua es una parte fundamental de la producción localizada del espacio, de su vegetación y su fauna, pero también de sus economías, sus canciones e historias. En la región se canta el huapango huasteco, un género de narradores de la vida social, política y cultural de la región que, junto con los paisajes bioculturales de la sierra nos permite imaginar otras formas de terraformación micropolítica y de pensar la estética imbricada territorialmente.

El ranchero de aquí de esta tierra
no se afrenta de serlo jamás
crece agreste enraizado y tenaz
como arbusto que al suelo se aferra

En la hostil aridez o en la sierra
ha curtido su ser largamente
frio, intemperie, humedad, sol ardiente
aguacero, ventiscas, sequías
son familia de todos los días

[…]

El ranchero que lo es de deveras
no confunde pitaya con tunas
se conoce de siembras, de lunas
con su perro campea en las laderas

Le entra al monte con sus chaparreras
trae su cuaco y su riata al corriente
cuando hay que atravesar la creciente
sabe cómo y nunca anda al garete
si se trata de usar el machete11

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