Ruido. Edilberto Lauriano carga su antigua escopeta con la que solía cazar en la selva amazónica para protegerse de algún ataque repentino de algún animal.

Tigres del agua. Guardianes de la selva amazónica

by: Ruido Sara Zuluaga García

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Texto: Sara Zuluaga

Imágenes: Ruido

Entre las décadas de 1950 y 1990, la Amazonía colombiana alimentó la bonanza del mercado de pieles exóticas. Los cazadores de la región mataban diariamente entre treinta y cuarenta animales como el jaguar, el caimán negro, la danta o el pirarucú. Desde muy pequeños, Edilberto y Milton aprendieron el oficio de la cacería: caminar con sigilo, armar tramperos, disparar su escopeta. Pero esa bonanza acabó con el desequilibrio de la fauna y flora del territorio. Entre algunas otras cosas, esto llevó a ambos a iniciar una transición de cazadores voraces a cazadores sostenibles y guardianes del bosque: sólo cazar lo necesario, trabajar con la comunidad para la recuperación, el cuidado de la fauna, y el cultivo de las tierras. Airumaküchi,1 la asociación de cazadores que lideran, trabaja por la soberanía alimentaria indígena, el fortalecimiento de sus tradiciones, el resguardo del bosque y las especies que lo habitan. 

Esta no es la historia de una bonanza. Más bien, es la historia de una batalla de cazadores que ya fueron, una batalla con ellos mismos y con los otros. Es, más bien, una historia sobre la tensión que hay entre lo que significa proteger el territorio e incomodar el oficio que se lleva aprendiendo toda la vida.

Edilberto sostiene la mirada mientras observa cómo los cultivos de Pancoger empiezan a reemplazar las zonas taladas del territorio tikuna.

Según National Geographic, el tráfico de fauna recoge entre 8 000 y 20 000 millones de euros al año en todo el mundo y está, junto con el narcotráfico y la trata de personas, entre las actividades ilegales más lucrativas. Colombia, que apenas es superado por Brasil en biodiversidad, es un país especialmente atractivo para esta actividad. 

Según la fundación Aquae, la selva amazónica tiene 427 especies de mamíferos, 1 300 especies de aves y más de 400 anfibios. La Amazonía compone el 40% del territorio nacional; la vegetación de este llamado “pulmón del mundo” hace posibles muchas formas de vida en el territorio. Pero éste, como casi todos, es más que fauna y vegetación; también lo habitan más de trece etnias indígenas –según la fundación Gaia Amazonas.2 Y esa tensión entre naturaleza y supervivencia humana es lo que ha hecho que la cacería haya sido –y sea– una opción para quienes habitan esta selva.

Edilberto se detiene a observar las copas de los árboles luego de haber escuchado el sonido de un ave que identifica inmediatamente.

Aquí cazar hace parte de su cotidianidad, lo aprendieron desde niños: Matar. Matar un animal. Adivino con torpeza que puede sentirse como el escritor Mike Wilson dijo que era derribar un árbol enorme cuando se fue a vivir con una comunidad de leñadores: algo que se tiene que hacer y se hace.

Ayer derribé mi primer árbol. Era un pino, me demoré. Las manos me sangraron, mi espalda no deja de acalambrarse. Lo extraño es que no sentí nada cuando se derrumbó. Justo antes de caer, el tronco crujió, dentro la madera comenzó a quebrarse, sonó como la descarga simultánea de un centenar de rifles, y luego la caída y el impacto. 

El choque del pino contra el suelo del bosque fue grave, tanto así que lo sentí más que escucharlo, como si al caer chupara el aire y al chocar lo devolviera en una ráfaga violenta y con un martillazo en el pecho. No me lo esperaba, casi me caigo de espaldas. 

Y después silencio. Silencio absoluto. Estaba solo en el mundo ante un pino derrotado. Me quedé ahí un rato, a un costado del tocón, como esperando que algo ocurriera. No pasó nada. No sentí nada. Tomé el hacha y regresé al campamento.3

Durante el recorrido hacia el santuario, se encuentra una huella que posiblemente corresponde a una danta.

Edilberto Laurino es un indígena Ticuna de 50 años. Fue reconocido dentro de la comunidad como uno de los mejores cazadores. Edilberto aprendió a cazar a los siete años. Su padre le enseñó cómo hacerlo, luego le enseñó a disparar su primera escopeta, a armar los tramperos. Todo esto dentro de la selva. Lo primero que cazó fue una paloma, una torcaz. “Es que yo he cazado de todo. Cazaba por cazar. He cazado caimanes, jaguares, dantas, ¿cuál animal no he matado?”. 

Quieren que el lazo entre el medioambiente y su salud alimentaria esté nutrido por sus tradiciones ancestrales

Cuando su padre cazaba, durante siete años se dedicó a la venta de pieles y cuando salía a la selva, Edilberto recuerda una balsa llena de costalados de pieles de jaguar, caimán negro, pirarucú y otras especies. “¿Se imaginan cuántos animales murieron en ese tiempo?”

Milton Pinto también es Ticuna. Tiene 27 años y desde hace cinco inició el proceso de aprendizaje para hacer caza responsable y proteger la fauna de su territorio. En su adolescencia aprendió a cazar en la selva, pero para entonces la cacería ya no representaba algo tan lucrativo como tiempo atrás: “Por ejemplo, antes se cazaba una boruga de 12 kilos, hoy está a doce mil el kilo, a veces le iba bien, pero a veces mal, entonces era pérdida de tiempo. Entonces, más bien uno trabajando en su chagra, trabajaba y en 15 días le pagaban así fueran 150 mil pesos”. 

Ambos hacen parte de la fundación Airumaküchi: Edilberto es el fundador y presidente y Milton, el secretario. Airumaküchi significa “tigre de agua”. La fundación está conformada por cazadores y cazadoras indígenas ticuna, cocama y yagua que trabajan de forma colectiva por la caza sostenible, la soberanía alimentaria y la protección del bosque. 

La fundación se conformó legalmente en noviembre de 2015 y desde entonces el proceso para realizar una cacería sostenible se divide en varios pasos: hacer un inventario de las herramientas que usan para salir a cazar, conocer y divulgar los ciclos de reproducción de las diferentes especies y organizar de forma colectiva un mapa de lo que va pasando. Para esto tienen un tablero con algunas especies y allí ponen piedritas de diferentes colores para monitorear lo que se va cazando: morado para las hembras, azul para los machos y verde para las crías que, si algunas veces las cazan es por error, porque una de las reglas es no hacerlo. La fundación también tiene un límite de caza para animales que andan en manada y trabajan en la siembra de plantas y frutos nutritivos para las especies con el fin de mantener su ciclo y también contribuir a controlar la deforestación. 

Los liderazgos que han llevado a la recuperación de la cosmovisión ticuna y el trabajo colectivo de los miembros de la asociación han hecho que la comunidad resignifique sus antiguas prácticas de caza para darle paso al consumo consciente de los animales que conviven en su territorio. Gracias a algunas cámaras trampa que han puesto en sitios estratégicos, pueden monitorear la frecuencia de la visita de algunas especies. Luego, con esas imágenes arman herramientas pedagógicas para sensibilizar a niños, niñas, mayores y mayoras.

Milton sostiene una garra que conserva desde hace varios años.
El santuario es un lugar sagrado para la comunidad tikuna porque allí llegan todos los animales para alimentarse de los minerales especiales que tiene el agua.
Milton descansa sobre un tronco caído cerca del santuario, mientras observa la inmensidad del bosque y la luz que se filtra entre los árboles.
Milton comparte el material de archivo de las cámaras trampa de Airumaküchi, con las cuales han logrado captar la presencia de muchas especies dentro de los santuarios.

Edilberto carga su antigua escopeta mientras camina en la selva para protegerse del ataque repentino de cualquier animal. Aunque hace años era el arma para salir a cazar, ha transformado todas sus antiguas prácticas. Es cazador desde los siete años, se le nota en cómo camina, en cómo mira, en cómo escucha. Los cazadores y cazadoras que rodean, conviven, y promueven el ciclo de vida y alimentación con los animales que andan por aquí no dejarán de ser cazadores y cazadoras, pero quieren que ese lazo entre el medioambiente y su salud alimentaria también esté nutrido por sus tradiciones ancestrales. Cada vez más, desde el trabajo colectivo y el resurgimiento de tradiciones sagradas, emerge un nuevo oficio que tal vez se parezca más a la custodia de la selva.

Retrato de Edilberto Lauriano y algunos de sus hijos mientras comparten en familia la cotidianidad de haber terminado una jornada más.
El efecto de la caza de animales, la tala de árboles y la constante pérdida del sentido de pertenencia de la tradición tikuna está poniendo en riesgo a las generaciones más jóvenes de la comunidad.

Ruido

Fotógrafo, periodista,

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Sara Zuluaga García

Escritora, periodista, editora

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